Escribe Antonio Robles para Libertad digital
9/10/08
Un fantasma recorre España, es el fantasma de la disgregación. Ha nacido de una irrefrenable exaltación de las más extravagantes tradiciones. Lo mismo sirve la raza de un burro, como la apropiación del origen de Colón. No importa que sean ridículas o inútiles, sólo que sirvan para diferenciarse y afirmarse frente a la voluntad de una Constitución común de ciudadanos libres e iguales. Empezó en Cataluña, se extendió al País Vasco, más tarde a Galicia y ahora no hay pueblo alguno en España donde no surja un minero cavando el pasado para extraer señas de identidad capaces de dar el pego. Es una estampida de ilusos enloquecidos por sacralizar un territorio, una lengua o un traje regional de lentejuelas ridículas. Posee, a la vez, la característica de cualquier moda adolescente del más estúpido consumismo y del peor conservadurismo del siglo XIX. En uno y otro caso, el egoísmo. A esto le llaman su derecho a decidir.
Al principio de la transición, nacieron de reivindicaciones legítimas, como la lengua, aunque no más legítimas ni diferentes que cualquiera de las otras reivindicaciones que nos llevaron a la Constitución de 1978. Pero de pronto, la presunción de inocencia, la separación de poderes o la libertad de expresión dejaron de tener capacidad de agravio –era normal, formaban parte del propio sistema democrático–, pero no así las lenguas regionales, los derechos históricos o las señas de identidad. Una inacabada insatisfacción regional, satisfecha a ritmos calculados por la aritmética del poder español de turno, ha acabado por contagiar a España entera. León sólo, Nación Andaluza, Jaleo, Estado Aragonés, Ensame Nacionalista Astur, Concejo Nacionaliegu Cántabru, con lengua propia (Lengua cántabra), Partido Regionalista del Bierzo.. hasta en Extremadura se reivindica la lengua extremeña por partidos como Nacionalismo Extremeño.
Los agravios que en un principio servían para reivindicar derechos y privilegios de una comunidad frente al Estado han degenerado en agravios frente a otras para convertirse en conflictos. El sueño de cualquier nacionalista.
España camina a ciegas hacia un avispero. Cataluña y el País Vasco ya se consideran nación, se sienten nación y legislan como si fueran Estado. Pronto les seguirá Galicia. Uno de los más graves problemas que está propiciando el desencuentro entre estas comunidades y el resto de España es que su clase política dirigente se sienten nación y legislan como si fueran un Estado propio. Da lo mismo si es a través de la tramitación de una ley de educación en el Parlamento, de la planificación de un pacto de inmigración, de la participación en la Feria del libro de Frankfurt o de los guiones normalizadores de TV3. Todo: la rendija de un vacío legal en un deporte minoritario, el despliegue de la ley de servicios sociales o la apertura de embajadas encubiertas en el exterior. Todo está diseñado y encaminado a crear una atmósfera de Estado y envolver con ella los sentimientos de toda la población. Barruntan muchos la mala fe de estos nacionalismos "históricos", pero en realidad la percepción de quienes miran desde España y ven estupefactos –la mayoría ni mira ni ve y quien mira procura no ver– la insultante autosuficiencia y desprecio por la legalidad moral del bien común, no han de presuponerla. No necesariamente es así.
Desde su convicción de nación, se anula todo juicio crítico a sí mismos y son los otros los que expolian, los que imponen, los extranjeros.
No trato ahora de juzgarlos, sólo remarcar de donde nace tanto desencuentro. Importa poco que no sean mayoría social si son aplastante mayoría política. Importa por qué hemos llegado hasta aquí, cuál es la causa y cómo podríamos atajarla desde el Estado, revertir la situación y garantizar los derechos de todos.
No me cabe ninguna duda: la culpa de esta situación es de la mediocridad de una clase política que ha optado siempre por asegurar el poder a través de pactos con los nacionalistas antes que por mirar por los intereses generales del Estado, es decir, por el bien común de todos los ciudadanos.
Es intolerable que los dos partidos mayoritarios hayan sido y sigan siendo incapaces de ponerse de acuerdo. Nada podemos reprochar a los nacionalistas ser y buscar lo que son. Vivimos en una democracia y cualquier idea dentro del marco constitucional es legítima. Ellos no son la causa, sólo la variable de un sistema cuyos responsables ni supieron ver a tiempo ni solucionar cuando podían. Mientras tanto, los demás vemos como un minoritario 6,45% nacionalista de la totalidad de los votantes gobiernan España a sus anchas. PP y PSOE prefieren pactar con ellos que apoyarse entre sí.
Las soluciones son muchas, pero todas pasan por los dos grandes partidos nacionales. La reforma de la Constitución, la devolución al Estado de parte o de la totalidad de las transferencias en educación, la aprobación de una ley de lenguas donde la común española no pueda ser excluida en ningún rincón de España. Incluso, podríamos prescindir de todas esas medidas si PP y PSOE se ponen de acuerdo en temas fundamentales de Estado. Hay, incluso, un último recurso: el milagro de un partido bisagra en ciernes. Ya hay dos por la labor.
De no ser así, el sarampión identitario que recorre España puede crear las condiciones para su disolución. Y no hablo sólo de la disolución de la igualdad de derechos de todos los españoles iniciada ya con los estatutos recurridos actualmente en el Constitucional, me refiero a la disolución irremediable de los lazos sentimentales comunes entre todos los españoles.
Rectificar el rumbo no significa, sin embargo, solucionar el problema. Aparecería uno nuevo creado por la dejadez de los Gobiernos durante todos estos años: el sentimiento nacionalista de una generación de jóvenes educados en la aspiración a un Estado propio, será muy difícil de conjugar ya con la idea ilustrada de una España constitucional de ciudadanos libres e iguales.
Contra esto no hay antídoto, los sentimientos arraigados en la infancia suelen determinar las conductas del resto de la vida. Y más en estos temas.
Hay quien cree en un Estado Federal concebido sin los vicios nacidos de las aspiraciones nacionalistas y leal con una España donde el ciudadano prevalezca sobre los territorios. España es aún más real que todos los fantasmas juntos. O eso pensamos algunos.
Al principio de la transición, nacieron de reivindicaciones legítimas, como la lengua, aunque no más legítimas ni diferentes que cualquiera de las otras reivindicaciones que nos llevaron a la Constitución de 1978. Pero de pronto, la presunción de inocencia, la separación de poderes o la libertad de expresión dejaron de tener capacidad de agravio –era normal, formaban parte del propio sistema democrático–, pero no así las lenguas regionales, los derechos históricos o las señas de identidad. Una inacabada insatisfacción regional, satisfecha a ritmos calculados por la aritmética del poder español de turno, ha acabado por contagiar a España entera. León sólo, Nación Andaluza, Jaleo, Estado Aragonés, Ensame Nacionalista Astur, Concejo Nacionaliegu Cántabru, con lengua propia (Lengua cántabra), Partido Regionalista del Bierzo.. hasta en Extremadura se reivindica la lengua extremeña por partidos como Nacionalismo Extremeño.
Los agravios que en un principio servían para reivindicar derechos y privilegios de una comunidad frente al Estado han degenerado en agravios frente a otras para convertirse en conflictos. El sueño de cualquier nacionalista.
España camina a ciegas hacia un avispero. Cataluña y el País Vasco ya se consideran nación, se sienten nación y legislan como si fueran Estado. Pronto les seguirá Galicia. Uno de los más graves problemas que está propiciando el desencuentro entre estas comunidades y el resto de España es que su clase política dirigente se sienten nación y legislan como si fueran un Estado propio. Da lo mismo si es a través de la tramitación de una ley de educación en el Parlamento, de la planificación de un pacto de inmigración, de la participación en la Feria del libro de Frankfurt o de los guiones normalizadores de TV3. Todo: la rendija de un vacío legal en un deporte minoritario, el despliegue de la ley de servicios sociales o la apertura de embajadas encubiertas en el exterior. Todo está diseñado y encaminado a crear una atmósfera de Estado y envolver con ella los sentimientos de toda la población. Barruntan muchos la mala fe de estos nacionalismos "históricos", pero en realidad la percepción de quienes miran desde España y ven estupefactos –la mayoría ni mira ni ve y quien mira procura no ver– la insultante autosuficiencia y desprecio por la legalidad moral del bien común, no han de presuponerla. No necesariamente es así.
Desde su convicción de nación, se anula todo juicio crítico a sí mismos y son los otros los que expolian, los que imponen, los extranjeros.
No trato ahora de juzgarlos, sólo remarcar de donde nace tanto desencuentro. Importa poco que no sean mayoría social si son aplastante mayoría política. Importa por qué hemos llegado hasta aquí, cuál es la causa y cómo podríamos atajarla desde el Estado, revertir la situación y garantizar los derechos de todos.
No me cabe ninguna duda: la culpa de esta situación es de la mediocridad de una clase política que ha optado siempre por asegurar el poder a través de pactos con los nacionalistas antes que por mirar por los intereses generales del Estado, es decir, por el bien común de todos los ciudadanos.
Es intolerable que los dos partidos mayoritarios hayan sido y sigan siendo incapaces de ponerse de acuerdo. Nada podemos reprochar a los nacionalistas ser y buscar lo que son. Vivimos en una democracia y cualquier idea dentro del marco constitucional es legítima. Ellos no son la causa, sólo la variable de un sistema cuyos responsables ni supieron ver a tiempo ni solucionar cuando podían. Mientras tanto, los demás vemos como un minoritario 6,45% nacionalista de la totalidad de los votantes gobiernan España a sus anchas. PP y PSOE prefieren pactar con ellos que apoyarse entre sí.
Las soluciones son muchas, pero todas pasan por los dos grandes partidos nacionales. La reforma de la Constitución, la devolución al Estado de parte o de la totalidad de las transferencias en educación, la aprobación de una ley de lenguas donde la común española no pueda ser excluida en ningún rincón de España. Incluso, podríamos prescindir de todas esas medidas si PP y PSOE se ponen de acuerdo en temas fundamentales de Estado. Hay, incluso, un último recurso: el milagro de un partido bisagra en ciernes. Ya hay dos por la labor.
De no ser así, el sarampión identitario que recorre España puede crear las condiciones para su disolución. Y no hablo sólo de la disolución de la igualdad de derechos de todos los españoles iniciada ya con los estatutos recurridos actualmente en el Constitucional, me refiero a la disolución irremediable de los lazos sentimentales comunes entre todos los españoles.
Rectificar el rumbo no significa, sin embargo, solucionar el problema. Aparecería uno nuevo creado por la dejadez de los Gobiernos durante todos estos años: el sentimiento nacionalista de una generación de jóvenes educados en la aspiración a un Estado propio, será muy difícil de conjugar ya con la idea ilustrada de una España constitucional de ciudadanos libres e iguales.
Contra esto no hay antídoto, los sentimientos arraigados en la infancia suelen determinar las conductas del resto de la vida. Y más en estos temas.
Hay quien cree en un Estado Federal concebido sin los vicios nacidos de las aspiraciones nacionalistas y leal con una España donde el ciudadano prevalezca sobre los territorios. España es aún más real que todos los fantasmas juntos. O eso pensamos algunos.
Más información en http://www.libertaddigital.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario